domingo, 10 de diciembre de 2006

Atacama


El aviso lo promocionaba diciendo:
Racing the Planet presenta: Desde el planeta Tierra hasta Marte”.
“Una ultramaratón de 250 Kilómetros a través del desierto de Atacama.
Durante siete días los participantes deberán autoabastecerse, llevando sus propios alimentos y equipamiento. Sólo recibirán una ración de agua por día en puestos predeterminados. Atravesarán el Salar de Atacama, el Valle de la Luna y el Valle de la Muerte, considerados los lugares más secos del planeta.


En partes del recorrido no se han registrado lluvias en la historia de la humanidad y científicos de la Nasa, al realizar pruebas de equipamiento para las misiones de Marte, no pudieron encontrar registros de vida alguna.

Las temperaturas serán extremas; sofocantes durante el día y bajo cero durante la noche.”


Tentados por ese desafío extremo y con algún grado de inconsciencia, Carlos Lamarca y Fernando Mayorga, mis inseparables compañeros de aventuras, y el abajo firmante, nos registramos como los únicos competidores argentinos. El nombre de nuestro equipo: Espíritu Argentino.



En la helada mañana del domingo 4 de julio, a 4100 mts sobre el nivel del mar, 66 competidores que representábamos a 21 naciones nos reunimos en las cercanías del poblado de Machuca.
Allí, bajo la dirección de Yatiri, un chamán de las etnias incaicas, y acompañados por un grupo de músicos atacameños, realizamos una ceremonia de homenaje a la Pachamama. Tras la bendición del chamán que nos auguró un viaje seguro, los sudamericanos, conocedores de sus propiedades para aplacar el mal de altura, obtuvimos de los pobladores locales unas hojas de coca.

Carlos, Paco y yo antes de largar

El comienzo del primer día fue muy duro, no tanto por la distancia y el terreno sino por el “apunamiento”. A 4100 mts hay un 40 por ciento menos de oxígeno que al nivel del mar. Esto hace que cualquier esfuerzo sea extenuante. Con nauseas, dolor de cabeza y fatiga corporal, y acarreando mochilas con alimentos para una semana, cubrimos los primeros 32 kilómetros de un montañoso camino incaico que tiene más de mil años de antigüedad. Durante todo el día, mientras nuestros pulmones se acostumbraban a la altura y nuestros cuerpos se adaptaban al terreno, cubrimos la distancia que separa Machuca del poblado de San Bartolo.


Video del valle de muerte, en este lugar no se han encontrado indicio de vida alguna



A la hora de la puesta del sol llegamos a un campamento armado en un descampado sobre el Río Grande. Esto estaba a cargo de la organización, que todas las noches se ocupaba de preparar un campamento donde se nos proporcionaba agua y una fogata donde podíamos preparar nuestra cena.

Llevábamos con nosotros raciones que nos proporcionaban aproximadamente unas 2000 calorías diarias, en forma de pastas deshidratadas, charque, cereales, golosinas y frutas disecadas.


La etapa prevista para del segundo día era aun más larga: 47 kilómetros. La mayor parte del recorrido debía hacerse dentro de las aguas del Río Grande, que a medida que descienden hacia el desierto se encajonan en un cañón.

Producto de la humedad constante en los zapatos, este día comenzaron a aparecer las primeras ampollas en nuestros pies. Cubrimos la distancia en ocho horas y media, y esa noche acampamos en la margen Norte del Salar de Atacama.
Entumecidos, notamos con sorpresa que las temperaturas nocturnas del desierto son aún inferiores a las de las montañas que lo rodean. Mientras el agua de las caramañolas se congelaba, el termómetro de nuestros relojes marcaba una temperatura mínima de –6 grados.
Lao Tsu dijo que una travesía de mil millas se inicia con un simple paso. Esta frase, habitualmente citada en los libros de autoayuda, si bien es ciertaexcluye lo que uno puede experimentar en los interminables pasos subsiguientes. En nuestro caso, para
completar el recorrido tuvimos que dar más de 500.000, desafiando en cada uno las condiciones más extremas de la naturaleza. La invitación a la competencia no insinuaba ni advertía el sufrimiento que comenzaríamos a padecer a partir del tercer día. O al menos nosotros, en su momento, no quisimos verlo.

A la mañana siguiente atravesamos 34 kilómetros de arena y rocas, hacia el sur, bajo el contorno del enorme volcán Licancabur (5916 mts), para llegar a las cercanías del poblado de Toconao donde nos esperaba el siguiente desafío: los primeros 42 kilómetros de uno de los salares más grandes y desolados del mundo: el gran Salar de Atacama.

Llegado este momento, ya podía describir el infierno: durante el cuarto día la temperatura dentro del Salar alcanzó los 37 grados, el agua se acabóy, como consecuencia de ello, comenzó la deshidratación. Boyd Matson, un americano que nos acompañaba, orinaba sangre producto de la falta de líquido.
El horizonte era desolador, idéntico y despoblado por donde se lo mirase.


La superficie del Salar era completamente blanca e irregular, similar a la de un campo recién arado. El hecho de ser el primer grupo de personas que intentaba cruzarlo a pie, no resultaba muy alentador.
Este video muestra un paneo de 360 grados del salar. Temperatura 37 grados.


Asumimos que si nadie antes lo había logrado era precisamente por las razones que estábamos experimentando en carne propia. Cada tanto nuestros pies rompían la delgada capa de sal y se hundían en un grumoso engrudo subterráneo. Nada mejor para nuestras ampollas sangrantes que un buen baño de sal. Necesitamos de toda nuestra fuerza y temple para llegar esa noche al campamento. Atrapados por la gélida oscuridad del salar, varios de los competidores debieron ser socorridos por la organización. Pero los caballos, que en este terreno eran el único medio de transporte de, quedaron enterrados por su peso y pudieron salir recién en la madrugada, cuando las aguas subterráneas se congelaron.

Muchas veces me han preguntado qué es lo que me permite seguir y completar estas travesías, de dónde saco la fuerza y por qué las hago.
Aquella noche, dentro de mimi bolsa de dormir , yo me hacía esas mismas preguntas.
La respuesta la obtuve al día siguiente, durante la etapa más dura del evento: 80 kilómetros del escabroso tramo que atravesaba el resto del Salar y el Valle de la Muerte.

Mis pies ya tenían ampollas sobre ampollas y por más que los vendaba, la tierra, el sudor y la irregularidad del terreno me producían nuevas heridas sobre las existentes. Mi espalda, llagada por el peso y la fricción de la mochila, sangraba al igual que mis pies. Mis músculos experimentaban una fatiga extrema producto del esfuerzo desmesurado y la alimentación deficiente. Durante las largas jornadas de marcha -por entonces caminábamos a razón de 5 kilómetros por hora, intentaba incesantemente de abstraerme de las incomodidades de mi cuerpo. Para ello procuraba ocupar mi mente con pensamientos y recuerdos diversos. Una vez enfocado en un pensamiento o evocación, lo observaba desde diversos ángulos para hacerlo durar y evitar así que mi conciencia se conectase con los sufrimientos corporales que estaba padeciendo.
Imaginé para ello que llevaba entre mis brazos un barril que contenía todos los recuerdos y pensamientos que había tenido hasta el momento.Cuando comenzaba a desconcentrarme y sobrevenía el dolor, extraía del barril un nuevo recuerdo y, mediante una concentración extrema, lo utilizaba para pensar y de este modo olvidarme del dolor de mis pies que se asemejaba a estar pisando brasas calientes.
Con el transcurrir de las horas, este deposito de pensamientos se fue quedando vacío y finalmente, a los 40 kilómetros del quinto día, llegó a estar tan desierto como el lugar en que me encontraba.
Ante mi estupor, ya mi mente era incapaz de concentrarse en un pensamiento o recuerdo. No había nada para extraer o utilizar. Los interiores del barril, de tanto que los había raspado, ya estaban pulidos. Hasta ese momento había revisado y analizado el total de mis relaciones afectivas, familiares y laborales, todos mis sueños y proyectos. No había nada más en que pensar. Sin embargo, ante la evidencia de que tendría finalmente que enfrentar el infierno de mis dolores corporales, el calor, la sed, la deshidratación y el congelamiento nocturno, sucedió algo asombroso. Mi mente se desconectó de mi cuerpo y los sufrimientos que éste padecía dejaron de preocuparme. Había conseguido desligarme de mi cuerpo y, como consecuencia de ello, alcancé una concentración absoluta, una claridad mental nunca antes experimentada. Sentí que el desierto me había atrapado.
Debido a la distancia, esa noche no llegamos al campamento asignado y tuvimos que dormir a la intemperie. La temperatura de la Cordillera de la Sal, un cordón montañoso al oeste del Salar, fue la más extrema que experimentamos. Las caramañolas nuevamente se congelaron, pero mi sonrisa logró medirse con la amplitud de la vía láctea. Había encontrado la paz. Había logrado unir mi mente con lo más profundo de mi alma. Los dolores corporales habían sido aceptados como una circunstancia natural. Estaban allí, casi para ser disfrutados.
Si bien por la profundidad e intimidad de lo que me estaba sucediendo no llegue a comentarlo en ese momento con Paco y Carlos, ellos deben haber vivido una experiencia similar porque en los días subsiguientes en el sólo hubo risas, bromas y alegría.
Al observarlo nuevamente, mi barril imaginario ya no estaba vacío: había logrado depositar en él mis mejores pensamientos y estaba lleno de proyectos nuevos, puros y agradables.
El séptimo día corrimos la última etapa de 16 kilómetros en apenas una hora y media, y al cruzar la meta, mientras nos abrazábamos, los tres nos comprometimos a correr a través del Sahara el año que viene.

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